Hay un bloc de notas: puerto, sucesos, regalos de Navidad que no he comprado. Están las estrellas de papel que le compré a Ana y creía haberme dejado en casa, un móvil enloquecido que desde ayer me manda el mismo mensaje cinco veces....
miércoles, 22 de diciembre de 2010
Un universo colgado del hombro (II)
Hay un bloc de notas: puerto, sucesos, regalos de Navidad que no he comprado. Están las estrellas de papel que le compré a Ana y creía haberme dejado en casa, un móvil enloquecido que desde ayer me manda el mismo mensaje cinco veces....
miércoles, 8 de diciembre de 2010
Despertar en Hakone y flashback Nikko
A la vuelta estaba molida. Dormí en los trenes al más puro estilo autóctono, cayendo en un coma profundo y despertando en los cambios de paradas, como si me hubiese tragado un despertador.
lunes, 6 de diciembre de 2010
El ryokan
Termina la excursión y salgo para el ryokan, en Hakone. No es uno de esos ryokan lujosos que salen en los reportajes de televisión. La entrada parece una cueva excavada en la montaña con un porche de madera. Dejo los zapatos en el casillero de la puerta y cojo una de las babuchas que esperan en hilera a los visitantes. Apenas hablan inglés, pero nos entendemos.
Habitación Bambú número tres. Corro la puerta y me quedo sin palabras. Una de las paredes es una gran ventana de cristal que da al cauce de un río cuyo nombre desconozco. No hago mucho por recordar los nombres. Nada más entrar he deseado tener sueño para dormirme escuchando el agua que corre. Le pregunto a Kutsume, la señora que me atiende, y me dice que el río se llama algo parecido a "hayaku" (rápido). El nombre perfecto. El agua corre hacia el mar como los niños que van a ver el océano por primera vez.
Me pongo el yukata. Abriga porque es de algodón. Me queda ancho y corto. Japón no está hecho para mis medidas, pero, aun así, es cómodo. Tanto quejarme de sentarme en seiza en las clases de aikido y ahora agradezco el entrenamiento porque aquí todo está a ras del suelo.
Los onsen sí están hechos a mi medida. Por fin el agua tan caliente como yo quiero. Me habría quedado toda la tarde. Colocas el cartel de "ocupado". Te quitas el yukata. Lo doblas. Te lavas y te metes en el agua. Todo es silencio. No piensas en nada. Quizá sólo he pensado en qué tipo de araña sería la que había en el techo.
Escribo mientras ceno. He perdido la cuenta de los platos. Kutsume me explica qué es cada cosa y cómo se prepara. Es como un cuadro. Me encanta la comida...Casi toda. No hace mucho tuve una mala experiencia con el sashimi y encima he descubierto que si no está cortado fino, no me entra. Por culpa del sashimi vivo uno de los episodios que, seguro, serán de los más bochornosos de la historia de mis viajes.
No quería ofender a nadie dejando en la bandeja lo que para ellos es un manjar. He visto un paquete de cleenex y he visto el cielo abierto. He cogido el plástico y he metido dentro los trozos que sabía inaceptables para mi estómago. Los he aplastado hasta hacer una pasta.
Vuelvo a la cena. Viene Kutsume a retirar la bandeja y se queda. Me da una clase magistral sobre cómo contar en japones con toallas, frutas, termos y todo lo que pilla a mano. Mai, dai, ko, hon,bon, pon...Así seguro que no se me olvida. Dice que aun siendo japonesa a veces le cuesta. Seguro que es para consolarme.
He esperado a la madrugada para ocultar el cuerpo del delito en la manga del yukata y tirar el contenido de la bolsita por el modernísimo inodoro.Antes hago una mini prueba para asegurarme de que el chisme traga bien. Sólo me faltaría atascar el onsen con un trozo de atún crudo. No quiero ni pensar en cómo me quedaría si, como consecuencia de una fontanería creativa, estando a remojo en agua caliente de pronto me saliera un trozo de atún crudo disparado desde la cañeria por la que entra el agua. Más de uno me retiraría la palabra si se enterase de esto, hay mucho fundamentalista nipón nacido en tierras occidentales.
En el avión leía un relato de un libro de Ishiguro que me prestó mi hermano. Un músico sin éxito y una famosa dedicada a vender exclusivas salían de excursión nocturna por un hotel con las caras vendadas después de una operación de estética. El músico acaba con la mano metida en un pavo relleno para recuperar un premio que previamente habían robado. Me reía más al pensar que esas cosas pasan, sobre todo por que les ocurren a otros.
domingo, 5 de diciembre de 2010
Fuji San
12 de noviembre de 2010
Acabo de ver las hojas cayendo de los árboles cerca de la quinta estación del monte Fuji. Caen despacio, pero son de tantos colores entre el marrón, el rojo y el amarillo, que no da tiempo a contarlos. Voy en el autobús. Aunque sólo se escuchan las palabras de la guía y el motor, casi se oye el sonido de las hojas al quebrarse contra el suelo.
Aún no he podido ver la cima. Debe de estar nevado. No he caído. Tenía que haber quemado incienso en el templo shinto que había en la quinta estación para pedir sol durante unos segundos. No lo he hecho porque los adornos en forma de "M" sobre fondo rojo de la entrada me recordaban al logo de Mc Donalds y eso en un templo no inspira mucha confianza.
No he visto la cima, pero el monte se sentía. El viento helado me llevaba ladera abajo y me adormecía la nariz. Ha nevado un poco. No recordaba la sensación de tener copos de nieve enredados en el pelo. Echaba de menos el frío.
Me gustaría volver alguna vez en verano para llegar hasta la cima, sólo se puede subir en julio. Me cuesta entender lo que dice la guía, es un inglés extraño. Me parece entender que el primero en subir fue un japonés de muchísimos años que subió las cenizas de su padre. Lo mismo no dice nada de eso, pero sería una bonita historia. Es un bonito sitio para descansar, con estos árboles, las rocas de lava y el viento.
He mandado una postal de cumpleaños desde la quinta estación y he colocado algunos sellos con la silueta del monte en mi cuaderno. He probado el dulce de wasabi en una tienda y he comprado un paquete en una tienda para turistas. Seguro que me va bien en los ataques de hambre nocturnos en hoteles y riokanes.
No me lo creo. Ha salido el sol y he visto la cima en el camino al hotel en el que vamos a comer. La guía ha cantado una canción japonesa sobre el Fuji San cuando lo hemos visto a lo lejos. Aplausos merecidos. No he hecho fotos porque temía que se esfumara mientras encendía la cámara.
Un rato después llegamos a un hotel para comer. Nos ponen una bandeja dividida en cajitas con sushi de atún, pollo, todo tipo de verduras, un cuenco de arroz, sopa de miso y, por supuesto, té. En el hotel sí hago fotos. De lejos se veían las primeras nieves. No sé por qué esta fijación, quizá por Mishima.
Salimos para la zona de los lagos. La guía cuenta que una de las cosas más importantes de la ceremonia del té es la idea de que nunca es la misma. Puede ser el mismo lugar, pueden ser las mismas personas, pero el estado de ánimo, el tiempo y las personas mismas cambian de una vez para otra. Por eso hay que vivir cada ceremonia como si fuera única y dejar todo detrás cuando se entra en la habitación. La vida es así, por eso no hay que dejar las oportunidades. Es mejor equivocarse que pensar "qué habría ocurrido si ..."
Hemos seguido con el recorrido, muy de turistas japoneses, pero a mí me gustaba. Esto y los templos es lo único que llevo programado como excursión. El resto, ya veremos. Hemos subido al monte Komagatake en teleférico. La mayoría estaban cancelados por el viento, pero nuestra cabina era de las fuertes
Yo quería el barco pirata, pero en el lago me ha tocado el vapor del Mississipi. Tampoco está mal. Todo muy kitsch. Me he subido a la última cubierta. Me gustan los barcos y me gustan las alturas, menos en las norias. Manías. Tengo pocas pero importantes. Todo va a cámara lenta. El barco corta el agua despacio y la niebla recorta los árboles, parece que han perdido la cabeza
Se está bien sola, aunque no descarto la posibilidad de volver al lago con acompañantes de espíritu competitivo para echar carreras en los cisnes a pedales.
viernes, 3 de diciembre de 2010
Primeras páginas: Tokio
Ahora sí
domingo, 14 de noviembre de 2010
Quiero que me hagan hija adoptiva de Takayama
Me he puesto tibia en el bufé libre, aunque sin alcanzar el trance en el que entran mis compañeros de Aikido en estos casos. También en esto soy sólo sexto kyu. Estaba dispuesta a ver todo lo que pudiera y necesitaba todas mis energías.
Todo es mucho más turístico de lo que esperaba, aunque no decepciona. El barrio antiguo ofrece todo tipo de comida, parece mentira que pueda haber tanta variedad, antigüedades y ropa. Lo he recorrido un par de veces para no dejarme llevar por las compras compulsivas. He comprado algunos regalos, pero he pasado más tiempo visitando museos de artesanía y el interior de casas antiguas. Ahora entiendo más algunas cosas que he leído por ahí, novelas y cuentos de escritores japoneses, historia, un poco de todo.
Sabía que había un castillo. Pregunté en el hotel y me dijeron que era fácil, que estaba en el parque Shiroyama. Pues allá que me voy. Lo que no me dijeron - y el conserje todavía estará muerto de risa - es que estaba todo cuesta arriba y que ellos, al parecer, llaman ruinas de un castillo a un lugar en el que no queda ni una piedra de lo que hubo. No vi el castillo, pues, pero el lugar parecía de otro mundo. El parque era más un bosque que un parque. Subía, subía y subía por unos peldaños de madera en un camino de tierra y musgo que no terminaban nunca. De pronto caí en la cuenta de que no sabía si quedaba un kilómetro, dos o veinte, porque no lo ponía en ningún sitio. Pero como no tenía prisa, decidí seguir porque si empiezo algo, lo termino. Como digo, no había castillo, pero sí un paisaje de otoño que te cortaba la respiración, con montañas nevadas al fondo y árboles que no había visto en mi vida. A la vuelta vi un cartel con las especies animales de la zona. Suspiré aliviada al comprobar que lo más grande eran los conejos. También podía haberlo mirado antes de subir, por si acaso.
Al volver iba al mercado de Jinya cuando escuché tambores. Salí corriendo porque si hay fiesta, tengo que estar, después ya decido si me quedo o si me voy. Era una especie de procesión. Los costaleros no llevaban túnicas y capirotes, sino camisas como la parte de arriba de un kimono, unos pantalones cortos como calzoncillos y chanclas con calcetines negros. En lugar de llevar un santo llevaban en una especie de palio a los amigotes y sacos de arroz (supongo). Paraban donde les daban Sake y se turnaban para beber jaleando al afortunado. Me admira ver cómo mantenían el equilibrio después de la hazaña. Al final hice migas con los de una de las "hermandades", a la que mentalmente bauticé como "Hermandad de la Gran Cogorza y de la Dolorosa Resaca a la Mañana Siguiente". Personalmente, esta procesión me gusta más que las de Semana Santa. Cuestión de gustos.
Sobre el Takayama Jinya, la casa del Shogun, podría escribir sin parar. De todas las casas que he visto, en directo y en revistas, me quedaría con esta, sin duda, con armaduras incluidas.
Después de descansar un poco me he dado una vuelta nocturna. He visto a un señor que alquilaba bicicletas. Quedaban veinte minutos para cerrar, pero no me iba a quedar con las ganas. Hacía años que no montaba. He recorrido las calles en las que apenas quedaba rastro de la fiesta. El aire frío me daba en la cara y creo que durante veinte minutos no ha habido nadie más feliz en esta ciudad de gente contenta.
Devuelvo la bici y entro a por un té en la única cafetería que veo abierta. Hay una señora detrás de una barra. Detrás de la señora hay un tocadiscos viejo y, al lado, un disco de Julio Iglesias. Ella no habla inglés, así que me las apaño para preguntarle si le gusta Julio (gracias, Romi). Me responde poniendo el disco. Me pone un café porque no hay té, y apoya el codo en la barra con un cigarro en la mano mientras suena 'Dulcinea'. Ella apoya la cara sobre la palma de la mano y vuelve la cabeza en la dirección en la que sube el humo.
sábado, 13 de noviembre de 2010
Noche de concentración
Lo más moderno es el W.C. A medida que avanzo en mi viaje los inodoros suben un peldaño más en la escala de la modernidad. Este me ha hecho pensar en una cámara oculta. Antes de ducharme he puesto el pijama doblado sobre la tapa. Lo he lanzado desde lejos. Al entrar en el baño la tapa se ha levantado sola y ha lanzado el pijama y mi ropa interior contra la pared. Ya no sólo tienen la tapa caliente, bidés interiores y simulador de ruido de la cisterna, sino que te hacen la ola cuando entras. Por otro lado, todos los que he visto desde que llegué - desde el más humilde al más sofisticado - los fabrica un tal Toto, y no es broma. Entonces me entra el ramalazo y pienso: "Este señor Toto tiene una entrevista".
A pesar de todo, de momento me quedo con el ryokan de Hakone. Mi habitación estaba prácticamente metida en la montaña, al borde de un río. La dueña, Kutsume, te contaba todo lo que querías saber mezclando un poco de inglés con mucho japonés y gestos que, aunque al principio eran confusos, al final se interpretaban bien cuando los veías dos o tres veces y los contextualizabas. Por ejemplo. De vez en cuando cruzaba los brazos sobre el pecho con las palmas abiertas mirando hacia mi. Traduje mentalmente sus palabras: "Soy fan de los Power Rangers". Sin embargo, soy muy despierta y pronto averigué que significaba "cerrado" o "no es necesario". A Kutsume le dio la risa cuando le expliqué cómo pronunciábamos las cosas en Aikido. Por lo visto nunca había oído "kotegaeshi" con acento de Algeciras.
Por mucha cama galáctica que me pongan, yo me quedo con el futón sobre el tatami.
Me ha impresionado en monte Fuji. Tendré que volver alguna vez en julio para subir hasta arriba, ahora sólo se puede hasta la quinta estación. Nevaba y el viento me llevaba dando bandazos por la plaza que hay al lado del templo. Así es como tiene que ser, por mucho guía turístico que haya, el Fujisan es el Fujisan. Tiene algo de misterio. Estás allí y te imaginas cómo sería en plena erupción, cuando sepultaba todo lo que le rodeaba bajo la lava.
Los árboles están en todas partes. De hoja perenne y de hoja caduca. Es un espectáculo ver cómo caen las hojas y ver las que han cambiado de verde a rojo, amarillo o morado. Las ciudades crecen entre los bosques, como pidiendo permiso. En todas partes tendría que ser así y no como ocurre en Europa, donde los bosques mueren entre las ciudades. De cada sitio hay que traerse lo mejor. Los que mandan están tan ocupados reuniéndose en despachos de todo el mundo que no saben lo que pasa fuera.
Me asombra la tranquilidad a pesar de la prisa. Quizá lo único que no comparto es la falta de pasión aparente. Tal vez sólo sea pudor y las pasiones, sean del tipo que sean, se dejan para el ámbito más íntimo. A veces hay que dejarse llevar para sentirse vivo. Hoy en el tren justo leía algo de Turgeniev sobre eso. Hay mucho tiempo para leer, aunque apenas veo gente con libros ni con manga, ya casi todos han hecho del móvil la mejor manera de pasar el viaje.
Lo mejor, hasta el momento, es la posibilidad de no pensar en nada. Te metes en un onsen y dejas que tus piernas floten y vuelvan a bajar, como las manecillas de un tiempo que pasa más lento que cualquier otro. Cocinar, de verdad, requiere un tiempo. Las frases, como nos explicaban en clase, llevan el verbo al final, por lo que hay que escucharlas completas para saber qué te quieren decir. Están los monumentos, los parques y los museos, pero todo eso se puede ver por internet. En cambio, estas cosas son las que nadie, fuera de los libros y alguna película, me había contado.
miércoles, 10 de noviembre de 2010
Los dos Tokios
Las mujeres son independientes, echás pa'lante, pero el ideal femenino parece haberse convertido en una esfinge con cara de niña, faldita de cuadros y pecho de portada de Playboy. Cantan canciones joviales en las pantallas, dan saltitos haciendo el robot y sirven cafés vestidas de camareras mitad francesas, mitad manga en los ciber cafés con cortinas de cuentas de plástico irisadas. Parecen que las vendan enteras para que no crezcan. Por suerte, algunas escapan y consiguen que el tiempo haga con ellas lo que les plazca, porque para eso es su tiempo.
Los hombres mayores son hombres, con todas las consecuencias. Algunos de los jóvenes huyen despavoridos o hunden la cabeza en sus móviles última generación cuando alguna mujer les pregunta algo. Doy fe de ello. La última moda es llevar los pelos como Tokyo Hotel y más fondo de maquillaje que La Veneno. Sucumben a los efluvios del neo-glam y a veces se pasan de rosca. Inhalar laca en cantidades masivas puede ser peligroso. Salen a la calle con los aderezos de una estrella de rock, pero sin el halo de misterio que las rodea. Ayer vi un cartel con un grupo de hombres con pinta de adolescentes hipermaquillados y estuve a punto de entrar. Con tanto kanji me costó entender que los servicios que ofrecían eran otros. Me di cuenta a tiempo.
Son generalizaciones, por supuesto. Hay situaciones que no responden a los estereotipos. Si se mira con atención veo el Tokio que cuenta Muarakami y restos de las historias de Mizoguchi. Hay cientos de años que se pliegan sobre los edificios antiguos, que plantan cara a los de última generación. Aquí la palabra "anciano" sigue tiendo más peso que "viejo", pese al canto absoluto a la juventud.
Me pregunto qué tiene que pasar para que miles de personas se atrincheren durante horas para jugar al Pachinko. Tampoco somos tan distintos. Nosotros tenemos el fútbol y a Belén Esteban. Los que tienen algo más en qué pensar están tan ocupados viviendo que escapan a la mirada de los turistas que vuelven a sus países con la imagen del toro, la playa y las juergas de discoteca. Somos eso, pero también otras cosas. Miro a los que duermen con la cabeza descolgada en el metro y llego a la conclusión de que también sueñan con algo más que con lolitas desproporcionadas y premios de pachinko.
martes, 9 de noviembre de 2010
Incursión Kamikaze
Me he dicho: "salgo un poco a tomar el aire". Al final me han dado las tantas curioseando por ahí. Me he puesto a prueba, a ver si podía entrar en las tiendas sin comprar. He fracasado, claro, pero tampoco me he vuelto loca.
Me ha servido para aprender un par de cosas. Definitivamente, es mejor usar el poco japonés que sé porque el inglés tiene consecuencias imprevisibles. Si me llego a fiar del recepcionista, mañana me manda a la otra punta de Tokio, cuando el lugar al que quiero ir - según he comprobado en google maps - está casi al lado de mi hotel. Al cenar estaba escogiendo entre dos platos y al final me han puesto los dos. Como la comida no se tira, pues hala. Dudo que desayune mañana.
He aprendido que no somos tan distintos como dicen. Me decían que no había ni un papel en el suelo y el centro está plagado de papeles y colillas de cigarro. Claro, tanto venir a España que hemos acabado por contagiarles lo más destacado de nuestro folclore. Los dependientes también te hablan en japonés ralentizado cuando ven que no les entiendes. Decían algo de "microooo-chiiiiisu". Entonces vi la luz y entendí que no cogían mi tarjeta porque tenía el microchisu de las narices. No importa. Suelo tener plan B, así que no pasa nada.
Por lo demás, me encanta. El camino desde el aeropuerto es un poco desalentador. Creo que todos los caminos que unen los aeropuertos y las ciudades son más iguales de lo que se piensa. Cables, casas un poco más amplia para quienes quieren espacio y lo pagan con la distancia, hoteles de carretera como hechos de cartón piedra y fábricas que parecen a punto de desfallecer. De pronto llegas y ves los primeros edificios. Y verde, mucho verde entre tanto rascacielos. No sé cómo lo hacen. Al principio parece un poco gris, pero se encienden las luces y ocurre el milagro. Las puntas de los rascacielos rascan en el tiempo hasta que abren un agujero que lleva a la ciudad y a sus habitantes a un siglo hacia adelante. Nadie mira, nadie juzga. Si les hablas, te contestan con toda la amabilidad del mundo; si no, no existes. No se está mal aquí.
Me muero de sueño. Quiero madrugar, que hay mucho que ver.
sábado, 6 de noviembre de 2010
Primera parada
Aterrizas en una ciudad en la que no te pueden tratar mejor. Algunas familias han aumentado en tu ausencia (hola Brutus, hola Lalo). En general nada ha cambiado mucho. Bajas del tren, te pones al día rápido, comes algo y acabas en un pub de barrio tomando unas cervezas con música en directo.
Hubo momentos tensos, no diré que no. Si hay algo que temo más que cantar en público es tener que hacerlo estando afónica perdida. El corazón se me aceleró cuando la estrella del espectáculo comenzó a pasearse entre la gente micrófono en mano. Se acercaba a sus víctimas, les cogía la muñeca, les miraba a los ojos y, ¡zas!, les enchufaba el micro. Confieso que cuando la ví acercarse repasé mentalmente cómo se hace un kokyy ho gyaku hammi. Pero no, si algo he aprendido es que la violencia no es el camino. Finalmente opté por mis mejores armas: la velocidad y el camuflaje. Salí corriendo en cuclillas, agradeciendo la estabilidad que me da tantísimo caballo cuadrado, y un señor argentino de la barra se ofreció amablemente para hacer de escudo humano. Nunca se lo agradeceré lo suficiente.
Me quedan casi dos días por delante entre las obras de gallardón. Comidas, cafés, paseos y charlas con esos que, aunque apenas los veo, siempre están. El lunes madrugón y....No me gustan nada las rimas fáciles.
miércoles, 27 de octubre de 2010
Juan
Sé cómo se llama por Andrés. Antes era el chico de los pómulos hundidos, el pelo revuelto y el cigarro de liar siempre por encender en la mano. Era el chico con pinta de pedir, pero que nunca me pedía. Sale en una foto que le hizo Andrés. La foto anda ahora por una exposición. Esta noche Juan carga una columna de ordenador. Es un ordenador de esos que ya no queremos los que tenemos ordenador de mesa y portátil y lavadora y varios pijamas para escoger el que más se ajusta a nuestro estado de ánimo.
- ¿Has visto tu foto, Juan?
- ¿A qué está guapa?
- Es un fotón.
- Aquí voy, a ver si vendo esto para comprarme un bocadillo en el moro.
[Calculo mentalmente las posibilidades de que alguien compre el cacharro y busco algo en la cartera]
- Gracias. ¿Entonces te gusta la foto?
- Mucho, Juan.
Juan se va con la columna. Espero que se compre el bocadillo. Espero que se lo gaste en un par de cervezas. Espero que lo eche en una máquina y saque una pasta. Espero que tire una de las monedas al aire para formular un deseo si cae cara. Esas cosas funcionan.
Desde el Mc Donalds a casa pienso en la foto. Habrá quien diga que Andrés, y otros como Andrés, retratan la miseria. Es cierto, pero estas fotos no cuentan las miserias de Juan, sino las de los que van tirando ordenadores y móviles por ahí cuando todavía funcionan; las de los que dejan de lado a la gente que daría por ellos lo que no tienen; las de quienes se preocupan por el paso del tiempo en lugar de vivirlo. Recuerdo el texto que acompaña al retrato de Juan en la exposición y pienso en aquellos cuya avaricia hace que ya no pueda leer en la prensa los escritos de su autor.
Hago examen de conciencia y asumo mi parte de culpa, pero sólo mi parte porque no tengo vocación de mártir. Luego dicen que la fotografía ha perdido su capacidad de agitar conciencias. ¡JA!
miércoles, 20 de octubre de 2010
Por amor al arte
viernes, 15 de octubre de 2010
Genios en la sombra
lunes, 11 de octubre de 2010
Los misterios del lejano Oriente
sábado, 18 de septiembre de 2010
Los androides también sueñan con el Florida
jueves, 16 de septiembre de 2010
Incompatibilidades
jueves, 5 de agosto de 2010
Civilización
Dentro de nada serán las tres de la mañana y madrugo. Muy probablemente tendré que conducir, así que debería estar dormida desde hace un par de horas mínimo. Pues no me dejan. Un grupo de señoras se ha parapetado debajo de mi ventana a contarse historias que, si las entendiera, diría que aburrirían a un muerto. Se las escucha a 3oo metros a la redonda. Ellas parecen bastante satisfechas de tener un auditorio tan concurrido, así que suben la voz hasta acobardar a las pavanas más furibundas.
Están justo debajo de mi ventana. Miro por la rendija entreabierta y descarto el diálogo de entrada porque estas parecen de las de "pues ahora sí que no me voy". Pese a la ausencia de negociaciones, su actitud desafiante justificaría una reacción proporcionada por mi parte.
Mi lado racional me detiene. Me dice que las ordalías, los empalamientos y las catapultas son cosas de tiempos bárbaros que, afortunadamente, quedaron atrás. La pena es que la civilización haya llegado a algunos sí y a otros no. Hay pocas cosas menos democráticas que la civilización.
Un momento.Escucho el vocabulario que se se gastan las señoras y los alaridos que pegan cada vez que alguna intenta abandonar la manada. Llego a la conclusión de que me he equivocado. Yo pensando que eran unas incívicas y resulta que en realidad acaban de salir de alguna cueva.
¡Qué injusta he sido! Probablamente hayan atravesado un agujero de gusano directamente desde el Paleolítico Medio, con el miedo que tiene que dar estar en la puerta de tu osera tan tranquila y aparecer de pronto en una urbanización de la Costa del Sol. Pobres, tengo que ayudarlas.
Si vuelven mañana, bajaré, les pediré disculpas por mis juicios precipitados y me ofreceré educadamente a buscarles un agujero espacio-temporal que las lleve de vuelta al antro del que han salido. Seguro que me lo agradecen.
jueves, 29 de julio de 2010
Noche canalla
martes, 27 de julio de 2010
Al final resulta que yo también soy retro
Cuando era mucho más joven escuchaba a los que decían lo bueno que era todo en sus tiempos y pensaba que no me pasaría a mí. Me ha pasado y resulta que no está tan mal. La visión retrospectiva me hace reconocer unos síntomas que en su momento pasé por alto. Ahora los reconozco y los acepto, igual que un corte de pelo que al principio no te convence y al final te hace ver lo cómoda que estás sin largas sesiones de secador.
Sigo comprando discos, lo he dicho muchas veces. Crecí con la ilusión de quitarles el papel de celofán y escucharlos hasta que me los sabía de memoria. Ahora escribo mientras escucho Vaya Con Dios en Spotify, el equipo de música me queda fuera del alcance del ordenador, pero no es lo mismo. Los discos serán todo lo que tú quieras, pero no se paran de pronto entre canción y canción para endiñarte un anuncio en el que un coro de mujeres reprimidas por los clichés de la música publicitaria canta "libérate, libérateeeee...".
Hay más. A veces las prisas me hacen comer cosas cuya etiqueta me hace preguntarme si no habrán puesto en los ingredientes la composición del plástico por error. Es la necesidad. Donde me pongan la comida casera... De pronto me ha venido a la cabeza el hígado con tomate que hacía la madre de Carlitos y que Carlitos tenía la amabilidad de compartir. Eso, las compañías, y las fiestas en las que el Cristo amanecía con un chupito en la mano y un cigarro en la otra, eran lo único que se salvaba del piso de estudiantes más abominable que he visto jamás.
Hoy hacía una entrevista a las tantas de la noche y la conversación se prolongó más allá de la entrevista. Es mucho mejor media hora de conversación con un semidesconocido que tiene algo que decir que decenas de horas por facebook con alguien que enmudece cuando te tiene delante como si estuvieras de cuerpo presente. El facebook se queda, definitivamente, para los que están lejos o para ahorrarme los SMS que tanto me cansan.
Seguramente me compraré un e-book cuando quiera hacer un viaje largo sin dejarme los riñones en el intento, que bastante tiento ya a la suerte con mis caídas de aikido. Aun así, me sigue gustando mucho más la sensación de notar cómo me descuelga el libro de las manos cuando intento leer más allá del sueño. Como se me descuelgue el e-book, adiós, adiós.
Hay sensaciones que te abren una puerta. Una palabra te lleva a una canción, una canción a un libro, un libro a una foto, una foto a un gesto y un gesto a otro gesto directamente proporcional.
No sé, a mí esas cosas no me pasan con las cosas de la era digital. ¿Qué se le va a hacer?, soy un antigua.