domingo, 14 de noviembre de 2010

Quiero que me hagan hija adoptiva de Takayama



Así de contenta se ve a la gente por las calles de Takayama. Puede que en este caso influya el hecho de que el señor de la foto está celebrando la Fiesta del Sake, pero, por lo general, a todos se les ve bastante felices. Voy por partes.

Me he puesto tibia en el bufé libre, aunque sin alcanzar el trance en el que entran mis compañeros de Aikido en estos casos. También en esto soy sólo sexto kyu. Estaba dispuesta a ver todo lo que pudiera y necesitaba todas mis energías.

Todo es mucho más turístico de lo que esperaba, aunque no decepciona. El barrio antiguo ofrece todo tipo de comida, parece mentira que pueda haber tanta variedad, antigüedades y ropa. Lo he recorrido un par de veces para no dejarme llevar por las compras compulsivas. He comprado algunos regalos, pero he pasado más tiempo visitando museos de artesanía y el interior de casas antiguas. Ahora entiendo más algunas cosas que he leído por ahí, novelas y cuentos de escritores japoneses, historia, un poco de todo.

Sabía que había un castillo. Pregunté en el hotel y me dijeron que era fácil, que estaba en el parque Shiroyama. Pues allá que me voy. Lo que no me dijeron - y el conserje todavía estará muerto de risa - es que estaba todo cuesta arriba y que ellos, al parecer, llaman ruinas de un castillo a un lugar en el que no queda ni una piedra de lo que hubo. No vi el castillo, pues, pero el lugar parecía de otro mundo. El parque era más un bosque que un parque. Subía, subía y subía por unos peldaños de madera en un camino de tierra y musgo que no terminaban nunca. De pronto caí en la cuenta de que no sabía si quedaba un kilómetro, dos o veinte, porque no lo ponía en ningún sitio. Pero como no tenía prisa, decidí seguir porque si empiezo algo, lo termino. Como digo, no había castillo, pero sí un paisaje de otoño que te cortaba la respiración, con montañas nevadas al fondo y árboles que no había visto en mi vida. A la vuelta vi un cartel con las especies animales de la zona. Suspiré aliviada al comprobar que lo más grande eran los conejos. También podía haberlo mirado antes de subir, por si acaso.

Al volver iba al mercado de Jinya cuando escuché tambores. Salí corriendo porque si hay fiesta, tengo que estar, después ya decido si me quedo o si me voy. Era una especie de procesión. Los costaleros no llevaban túnicas y capirotes, sino camisas como la parte de arriba de un kimono, unos pantalones cortos como calzoncillos y chanclas con calcetines negros. En lugar de llevar un santo llevaban en una especie de palio a los amigotes y sacos de arroz (supongo). Paraban donde les daban Sake y se turnaban para beber jaleando al afortunado. Me admira ver cómo mantenían el equilibrio después de la hazaña. Al final hice migas con los de una de las "hermandades", a la que mentalmente bauticé como "Hermandad de la Gran Cogorza y de la Dolorosa Resaca a la Mañana Siguiente". Personalmente, esta procesión me gusta más que las de Semana Santa. Cuestión de gustos.

Sobre el Takayama Jinya, la casa del Shogun, podría escribir sin parar. De todas las casas que he visto, en directo y en revistas, me quedaría con esta, sin duda, con armaduras incluidas.

Después de descansar un poco me he dado una vuelta nocturna. He visto a un señor que alquilaba bicicletas. Quedaban veinte minutos para cerrar, pero no me iba a quedar con las ganas. Hacía años que no montaba. He recorrido las calles en las que apenas quedaba rastro de la fiesta. El aire frío me daba en la cara y creo que durante veinte minutos no ha habido nadie más feliz en esta ciudad de gente contenta.

Devuelvo la bici y entro a por un té en la única cafetería que veo abierta. Hay una señora detrás de una barra. Detrás de la señora hay un tocadiscos viejo y, al lado, un disco de Julio Iglesias. Ella no habla inglés, así que me las apaño para preguntarle si le gusta Julio (gracias, Romi). Me responde poniendo el disco. Me pone un café porque no hay té, y apoya el codo en la barra con un cigarro en la mano mientras suena 'Dulcinea'. Ella apoya la cara sobre la palma de la mano y vuelve la cabeza en la dirección en la que sube el humo.

sábado, 13 de noviembre de 2010

Noche de concentración

He llegado hace unas horas a Takayama. Takayama, por lo que veo, muere por las noches. Mejor me acuesto pronto y aprovecho el día para ver el castillo y pasear por el barrio de los artesanos. Estoy molida en un hotel modernísimo en el que la mampara de la ducha es transparente y hace de cabecera de la cama.

Lo más moderno es el W.C. A medida que avanzo en mi viaje los inodoros suben un peldaño más en la escala de la modernidad. Este me ha hecho pensar en una cámara oculta. Antes de ducharme he puesto el pijama doblado sobre la tapa. Lo he lanzado desde lejos. Al entrar en el baño la tapa se ha levantado sola y ha lanzado el pijama y mi ropa interior contra la pared. Ya no sólo tienen la tapa caliente, bidés interiores y simulador de ruido de la cisterna, sino que te hacen la ola cuando entras. Por otro lado, todos los que he visto desde que llegué - desde el más humilde al más sofisticado - los fabrica un tal Toto, y no es broma. Entonces me entra el ramalazo y pienso: "Este señor Toto tiene una entrevista".

A pesar de todo, de momento me quedo con el ryokan de Hakone. Mi habitación estaba prácticamente metida en la montaña, al borde de un río. La dueña, Kutsume, te contaba todo lo que querías saber mezclando un poco de inglés con mucho japonés y gestos que, aunque al principio eran confusos, al final se interpretaban bien cuando los veías dos o tres veces y los contextualizabas. Por ejemplo. De vez en cuando cruzaba los brazos sobre el pecho con las palmas abiertas mirando hacia mi. Traduje mentalmente sus palabras: "Soy fan de los Power Rangers". Sin embargo, soy muy despierta y pronto averigué que significaba "cerrado" o "no es necesario". A Kutsume le dio la risa cuando le expliqué cómo pronunciábamos las cosas en Aikido. Por lo visto nunca había oído "kotegaeshi" con acento de Algeciras.
Por mucha cama galáctica que me pongan, yo me quedo con el futón sobre el tatami.

Me ha impresionado en monte Fuji. Tendré que volver alguna vez en julio para subir hasta arriba, ahora sólo se puede hasta la quinta estación. Nevaba y el viento me llevaba dando bandazos por la plaza que hay al lado del templo. Así es como tiene que ser, por mucho guía turístico que haya, el Fujisan es el Fujisan. Tiene algo de misterio. Estás allí y te imaginas cómo sería en plena erupción, cuando sepultaba todo lo que le rodeaba bajo la lava.

Los árboles están en todas partes. De hoja perenne y de hoja caduca. Es un espectáculo ver cómo caen las hojas y ver las que han cambiado de verde a rojo, amarillo o morado. Las ciudades crecen entre los bosques, como pidiendo permiso. En todas partes tendría que ser así y no como ocurre en Europa, donde los bosques mueren entre las ciudades. De cada sitio hay que traerse lo mejor. Los que mandan están tan ocupados reuniéndose en despachos de todo el mundo que no saben lo que pasa fuera.

Me asombra la tranquilidad a pesar de la prisa. Quizá lo único que no comparto es la falta de pasión aparente. Tal vez sólo sea pudor y las pasiones, sean del tipo que sean, se dejan para el ámbito más íntimo. A veces hay que dejarse llevar para sentirse vivo. Hoy en el tren justo leía algo de Turgeniev sobre eso. Hay mucho tiempo para leer, aunque apenas veo gente con libros ni con manga, ya casi todos han hecho del móvil la mejor manera de pasar el viaje.

Lo mejor, hasta el momento, es la posibilidad de no pensar en nada. Te metes en un onsen y dejas que tus piernas floten y vuelvan a bajar, como las manecillas de un tiempo que pasa más lento que cualquier otro. Cocinar, de verdad, requiere un tiempo. Las frases, como nos explicaban en clase, llevan el verbo al final, por lo que hay que escucharlas completas para saber qué te quieren decir. Están los monumentos, los parques y los museos, pero todo eso se puede ver por internet. En cambio, estas cosas son las que nadie, fuera de los libros y alguna película, me había contado.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Los dos Tokios


Tokio es, a grandes rasgos, la ciudad de los opuestos. Es el lugar de los "casi sí, pero no". Los edificios son como la gente. Esperan juntos a que pase un minuto más, pero nunca se tocan. Guardan la distancia mínima que exigen la cortesía y la prevención ante posibles terremotos. Sólo he vivido algún que otro pequeño movimiento sísmico en Graná, pero sé que los terremotos emocionales dejan muchos damnificados cuando estallan. Tienen razón, está bien mantener pequeñas distancias. Sin embargo, a veces no está mal saltarse el protocolo para darse un abrazo, pese al reisgo de terremotos, sean del tipo que sean.

Las mujeres son independientes, echás pa'lante, pero el ideal femenino parece haberse convertido en una esfinge con cara de niña, faldita de cuadros y pecho de portada de Playboy. Cantan canciones joviales en las pantallas, dan saltitos haciendo el robot y sirven cafés vestidas de camareras mitad francesas, mitad manga en los ciber cafés con cortinas de cuentas de plástico irisadas. Parecen que las vendan enteras para que no crezcan. Por suerte, algunas escapan y consiguen que el tiempo haga con ellas lo que les plazca, porque para eso es su tiempo.

Los hombres mayores son hombres, con todas las consecuencias. Algunos de los jóvenes huyen despavoridos o hunden la cabeza en sus móviles última generación cuando alguna mujer les pregunta algo. Doy fe de ello. La última moda es llevar los pelos como Tokyo Hotel y más fondo de maquillaje que La Veneno. Sucumben a los efluvios del neo-glam y a veces se pasan de rosca. Inhalar laca en cantidades masivas puede ser peligroso. Salen a la calle con los aderezos de una estrella de rock, pero sin el halo de misterio que las rodea. Ayer vi un cartel con un grupo de hombres con pinta de adolescentes hipermaquillados y estuve a punto de entrar. Con tanto kanji me costó entender que los servicios que ofrecían eran otros. Me di cuenta a tiempo.

Son generalizaciones, por supuesto. Hay situaciones que no responden a los estereotipos. Si se mira con atención veo el Tokio que cuenta Muarakami y restos de las historias de Mizoguchi. Hay cientos de años que se pliegan sobre los edificios antiguos, que plantan cara a los de última generación. Aquí la palabra "anciano" sigue tiendo más peso que "viejo", pese al canto absoluto a la juventud.

Me pregunto qué tiene que pasar para que miles de personas se atrincheren durante horas para jugar al Pachinko. Tampoco somos tan distintos. Nosotros tenemos el fútbol y a Belén Esteban. Los que tienen algo más en qué pensar están tan ocupados viviendo que escapan a la mirada de los turistas que vuelven a sus países con la imagen del toro, la playa y las juergas de discoteca. Somos eso, pero también otras cosas. Miro a los que duermen con la cabeza descolgada en el metro y llego a la conclusión de que también sueñan con algo más que con lolitas desproporcionadas y premios de pachinko.

martes, 9 de noviembre de 2010

Incursión Kamikaze

Me tenía que haber dado una vueltecita pequeña, pero si me descuido acabo en Nikko. He llegado totalmente descolocada con el jet lag. Sin dormir y sin saber por qué día andaba. Y eso si hablamos de tiempo porque la cuestión espacial es peor. Mira que me lo dijeron los de U2 y no les hice caso. Pues es verdad, las calles de Tokio no tienen nombre. Son números que me hacen pensar más en la primitiva que en una dirección concreta. No sé si me acustumbraría.

Me he dicho: "salgo un poco a tomar el aire". Al final me han dado las tantas curioseando por ahí. Me he puesto a prueba, a ver si podía entrar en las tiendas sin comprar. He fracasado, claro, pero tampoco me he vuelto loca.

Me ha servido para aprender un par de cosas. Definitivamente, es mejor usar el poco japonés que sé porque el inglés tiene consecuencias imprevisibles. Si me llego a fiar del recepcionista, mañana me manda a la otra punta de Tokio, cuando el lugar al que quiero ir - según he comprobado en google maps - está casi al lado de mi hotel. Al cenar estaba escogiendo entre dos platos y al final me han puesto los dos. Como la comida no se tira, pues hala. Dudo que desayune mañana.

He aprendido que no somos tan distintos como dicen. Me decían que no había ni un papel en el suelo y el centro está plagado de papeles y colillas de cigarro. Claro, tanto venir a España que hemos acabado por contagiarles lo más destacado de nuestro folclore. Los dependientes también te hablan en japonés ralentizado cuando ven que no les entiendes. Decían algo de "microooo-chiiiiisu". Entonces vi la luz y entendí que no cogían mi tarjeta porque tenía el microchisu de las narices. No importa. Suelo tener plan B, así que no pasa nada.

Por lo demás, me encanta. El camino desde el aeropuerto es un poco desalentador. Creo que todos los caminos que unen los aeropuertos y las ciudades son más iguales de lo que se piensa. Cables, casas un poco más amplia para quienes quieren espacio y lo pagan con la distancia, hoteles de carretera como hechos de cartón piedra y fábricas que parecen a punto de desfallecer. De pronto llegas y ves los primeros edificios. Y verde, mucho verde entre tanto rascacielos. No sé cómo lo hacen. Al principio parece un poco gris, pero se encienden las luces y ocurre el milagro. Las puntas de los rascacielos rascan en el tiempo hasta que abren un agujero que lleva a la ciudad y a sus habitantes a un siglo hacia adelante. Nadie mira, nadie juzga. Si les hablas, te contestan con toda la amabilidad del mundo; si no, no existes. No se está mal aquí.

Me muero de sueño. Quiero madrugar, que hay mucho que ver.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Primera parada

Echaba de menos esto. No, las obras no. Echaba de menos asomarme a la ventana y ver la ciudad al fondo, la sensación de no tener nada que hacer salvo pensar a qué dedicar todo el día por delante y levantarme pensando en lo bien que lo he pasado la noche anterior. Sobre todo, echaba de menos a los amigos a los que, en el mejor de los casos, veo de año en año.

Aterrizas en una ciudad en la que no te pueden tratar mejor. Algunas familias han aumentado en tu ausencia (hola Brutus, hola Lalo). En general nada ha cambiado mucho. Bajas del tren, te pones al día rápido, comes algo y acabas en un pub de barrio tomando unas cervezas con música en directo.

Hubo momentos tensos, no diré que no. Si hay algo que temo más que cantar en público es tener que hacerlo estando afónica perdida. El corazón se me aceleró cuando la estrella del espectáculo comenzó a pasearse entre la gente micrófono en mano. Se acercaba a sus víctimas, les cogía la muñeca, les miraba a los ojos y, ¡zas!, les enchufaba el micro. Confieso que cuando la ví acercarse repasé mentalmente cómo se hace un kokyy ho gyaku hammi. Pero no, si algo he aprendido es que la violencia no es el camino. Finalmente opté por mis mejores armas: la velocidad y el camuflaje. Salí corriendo en cuclillas, agradeciendo la estabilidad que me da tantísimo caballo cuadrado, y un señor argentino de la barra se ofreció amablemente para hacer de escudo humano. Nunca se lo agradeceré lo suficiente.

Me quedan casi dos días por delante entre las obras de gallardón. Comidas, cafés, paseos y charlas con esos que, aunque apenas los veo, siempre están. El lunes madrugón y....No me gustan nada las rimas fáciles.