jueves, 29 de julio de 2010

Noche canalla



Mañana estaré hecha polvo. Soy consciente. Da igual. Hoy es hoy y mañana es mañana. Aunque mañana es hoy y dentro de dos horas y media estaré preparándome para un nuevo día para el que, en realidad, aún no estaré preparada. Como he dicho, no importa. Hay días y, sobre todo, noches, en las que hay que dejarse llevar.

Una pulga de morcilla, una tapa de atún con queso y un tinto de verano sólo podían ser el indicio de que algo bueno estaba por venir. Debo decir que soy propensa a los momentos extraños en los lugares más convencionales. A veces envidio a los personajes de las novelas de Murakami por no tener miedo a perderse en las noches de Tokio y encontrar a los que nadie echa de menos. A veces me doy cuenta de que no tengo nada que envidiar.

Salgo del concierto de La Canalla con las pilas cargadas y sin ganas de volver a casa, aun sabiendo que el día siguiente comenzará mucho antes de lo que desearía. Acabamos en un local medio egipcio, medio irlandés. Cosa de los estilismos meriníes. Conchita, el Téllez y yo le damos muchas vueltas a todo para llegar a la conclusión de que el mundo no tiene remedio pero que nosotros, lo que es nosotros, estamos bien.

Vuelvo a casa. Antes paro un segundo en el Café Teatro. Intento que Chipi me dé los nombres de los músicos para la crónica de mañana, que ya es hoy. El nombre del pianista se convierte en una historia que me hace desear ser Murakami, Raymond Carver o El Chipi para poder contarla. No lo soy, así que ahí se queda, para los que estábamos.

Consigo los nombres, más o menos, y me dispongo a ir a casa. De pronto el camión de la basura se para y un hombre con sombrero cordobés y chaleco rerflectante se arranca a cantar. Saco la cámara. No hay tiempo para medir la luz ni las consecuencias. Yo tiro aunque la foto no valga nada. Quiero quedarme con el momento. El hombre del sombrero es El Lolo, un señor que este mañana prematuro se jubila después de 30 años trabajando para el servicio municipal de limpieza. Se retira y canta, a las tres de la madrugada, rodeado de un público que quiere más de todo porque la noche es joven, pero ellos ya no tanto y quieren apurar hasta el último trago. Canta sevillanas y a mí me falta un segundo para arrancarme a bailar.

Son días.


martes, 27 de julio de 2010

Al final resulta que yo también soy retro

Cuando era mucho más joven escuchaba a los que decían lo bueno que era todo en sus tiempos y pensaba que no me pasaría a mí. Me ha pasado y resulta que no está tan mal. La visión retrospectiva me hace reconocer unos síntomas que en su momento pasé por alto. Ahora los reconozco y los acepto, igual que un corte de pelo que al principio no te convence y al final te hace ver lo cómoda que estás sin largas sesiones de secador.

Sigo comprando discos, lo he dicho muchas veces. Crecí con la ilusión de quitarles el papel de celofán y escucharlos hasta que me los sabía de memoria. Ahora escribo mientras escucho Vaya Con Dios en Spotify, el equipo de música me queda fuera del alcance del ordenador, pero no es lo mismo. Los discos serán todo lo que tú quieras, pero no se paran de pronto entre canción y canción para endiñarte un anuncio en el que un coro de mujeres reprimidas por los clichés de la música publicitaria canta "libérate, libérateeeee...".

Hay más. A veces las prisas me hacen comer cosas cuya etiqueta me hace preguntarme si no habrán puesto en los ingredientes la composición del plástico por error. Es la necesidad. Donde me pongan la comida casera... De pronto me ha venido a la cabeza el hígado con tomate que hacía la madre de Carlitos y que Carlitos tenía la amabilidad de compartir. Eso, las compañías, y las fiestas en las que el Cristo amanecía con un chupito en la mano y un cigarro en la otra, eran lo único que se salvaba del piso de estudiantes más abominable que he visto jamás.

Hoy hacía una entrevista a las tantas de la noche y la conversación se prolongó más allá de la entrevista. Es mucho mejor media hora de conversación con un semidesconocido que tiene algo que decir que decenas de horas por facebook con alguien que enmudece cuando te tiene delante como si estuvieras de cuerpo presente. El facebook se queda, definitivamente, para los que están lejos o para ahorrarme los SMS que tanto me cansan.

Seguramente me compraré un e-book cuando quiera hacer un viaje largo sin dejarme los riñones en el intento, que bastante tiento ya a la suerte con mis caídas de aikido. Aun así, me sigue gustando mucho más la sensación de notar cómo me descuelga el libro de las manos cuando intento leer más allá del sueño. Como se me descuelgue el e-book, adiós, adiós.

Hay sensaciones que te abren una puerta. Una palabra te lleva a una canción, una canción a un libro, un libro a una foto, una foto a un gesto y un gesto a otro gesto directamente proporcional.

No sé, a mí esas cosas no me pasan con las cosas de la era digital. ¿Qué se le va a hacer?, soy un antigua.