lunes, 14 de marzo de 2011



Estos días ando un poco aturdida por lo del terremoto en Japón. Cuando viajas estableces vínculos con el lugar y con las personas. Los vínculos son más fuertes cuando viajas sola. Estás tú y están ellos. En este caso, los "ellos" me hicieron sentir, no como en casa, porque para eso no pasas trece horas en un avión, sino como en un lugar en el que era más que bienvenida.
Afortunadamente, los que conocí están bien. Me llegan correos poco a poco. Todos me han emocionado por la entereza y por la fuerza de voluntad que demuestran. Prometen que sacarán su país adelante y que cuidarán de los más perjuidicados. Hoy me ha emocionado uno en el que pedían disculpas por el riesgo nuclear, como si todos y cada uno de los japoneses fueran los responsables. Otras perzonas, quizá, y con toda la legitimidad que da ser víctima de una tragedia, se limitarían a mirarse el ombligo. Por ahí, en cambio, andan preocupados por no causar daños al resto del mundo.

No sólo me preocupan los que me dedicaron su tiempo. Me ayudaron con el japonés, me dieron sus mejores comidas, me mostraron sus rincones favoritos e incluso accedieron a alquilarme una bicicleta fuera de horario para que no me fuera de su ciudad con las ganas de dar un paseo nocturno en bici. Me gustaría saber que el señor, aparentemente con mucha prisa, que insistió en acompañarme hasta la misma puerta de Iwata está bien. Quieron pensar que también lo están el niño que me sacaba la lengua en el metro, las camareras que me ayudaron a escoger entre menús que no terminaba de entender, las señoras que me preguntaban por los futbolistas españoles, los niños que iban camino del colegio, el chico de la recepción del hotel y todos los que dedicaban sonrisas a mi cámara de fotos.
Están dando una lección de cómo mantener la calma y de cómo no dejarse abatir. Nosotros también podríamos enseñarles algunas cosas, por supuesto, pero ahora son ellos los que tienen mucho que decirnos. Lo ocurrido me hace pensar, además, que no necesitamos tanto y que cuanto más tenemos, más podemos lamentar perder. Eso, curiosamente, lo aprendí en Shirakawa, en una casa en la que no tenía mucho más que hacer salvo escuchar la lluvia y el agua que caía desde la montaña, pero ahora lo recuerdo con más fuerza.
Me asombra cómo se preocupan especialmente por la suerte de los ancianos, cuando en occidente ser viejo es una enfermedad contra la que se lucha a golpe de infantilismos y bisturí.
Si me preguntan qué es lo que más me gusta de Japón, es el valor que le dan a la palabra dada. Por eso me reconforta saber que cumplirán su promesa y que saldrán de esta.






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